Brevísima historia marxista del desastre cubano

Exprimiendo mucho a Marx, le extraeríamos que en la sociedad burguesa la producción total se reparte entre trabajadores y capitalistas, los primeros vía salarios, los segundos vía rentas e intereses derivados de la plusvalía.

Según Marx, los términos de este reparto de la producción entre trabajadores y capitalistas dependen del poder de negociación relativo, el cual estará básicamente determinado por el “ejército industrial de reserva”. Profetizaba el alemán que, la tensión sistémica de esta puja entre clases, conduciría a la depauperación de los trabajadores y al derrumbe del capitalismo.

Tan convencido estaba Marx de tal desenlace, que creía que atestiguaría en vida el colapso capitalista envuelto en revoluciones proletarias por toda Europa. Solo le preocupaba la posible reacción contrarrevolucionaria de la conservadora Rusia… Ironías de la historia.

Obviando toda crítica a ese marxismo teórico, saltemos a su plasmación en el “socialismo real” de Cuba.

La aplicación estalinista del marxismo —versión que Fidel Castro implantó en Cuba— resolvió la tensión entre capitalista y trabajador proletarializando a la sociedad. La violencia revolucionaria erradicó en Cuba la clase capitalista. En esa sociedad socialista estalinista, el Estado emergió como encargado único de repartir la producción nacional, teniendo dos alternativas de justicia distributiva para hacerlo: repartir porciones iguales (igualitarismo), o dar “a cada cual según su aporte”.

La etapa fidelista de la revolución cubana intentó el igualitarismo, pero este es contrario a la naturaleza humana (algo que sabía Marx, quien fue mejor antropólogo que economista). Por ello se intentó forjar un “hombre nuevo” con motivaciones altruistas-comunales. Según Fidel Castro, “no puedes construir una sociedad nueva con valores viejos, no puedes construir el socialismo con los valores de la sociedad capitalista”. Sin embargo, tras mucho adoctrinamiento, el hombre nuevo jamás apareció.

La etapa raulista intenta mutar a una distribución tipo “dar a cada cual según su aporte”, pero ya está viéndose que eso también es un fracaso, porque sin propiedad privada y libre mercado es imposible saber qué aporta cada quien para remunerarle en consecuencia. ¿Cuántas veces más debe cobrar un agricultor que un cirujano? ¿Un barman que un maestro? ¿Un militar que un editor? ¿O será al contrario?

El único criterio de justicia que puede utilizar el Gobierno cubano es el de su propia conveniencia, que no es un criterio justo y se nota (los policías ganan más que los médicos), lo que provoca malestar e impide que el salario estimule la eficiencia.

Un problema derivado de una distribución injusta e ineficiente es el de cómo invertir.

Cuando hay libre mercado, la inversión la hacen los capitalistas arriesgando sus propios recursos y vigilando atentamente a aquellos en quienes delegan la administración empresarial, cuando no administran ellos personalmente. En el socialismo-estalinista es el Estado quien invierte, pero lo hace con recursos ajenos aparentemente infinitos —pues los extrae del pueblo—, y es incapaz para supervisar adecuadamente a los miles de funcionarios intermedios que “manichean” la inversión, tanto en grandes obras como en la cotidianidad empresarial.

Aun siendo gravísima la incapacidad estatal para valorar los recursos o supervisar a los subordinados, no es esa la dificultad más seria de la inversión en el socialismo-estalinista. El dilema fundamental —incluso insalvable— es de información. Sin precios de mercado se desconoce qué, cuánto, cuándo, dónde y de qué calidad demanda la producción, desconocimiento que conduce a un proceso acumulativo de malas inversiones y despilfarro, que explica cómo se han esfumado los miles de millones que en la URSS y Venezuela consiguió el castrismo.

Entre falta de motivación laboral y la incapacidad para que la inversión coordine oferta y demanda, seis décadas de revolución han reducido tanto el pastel a repartir que ya no hay ni cómo sostener los crónicamente bajos niveles de producción de las últimas tres décadas. El país es una maquinaria vieja sin piezas de repuesto.

Ahora, desesperado y de mala gana, el castrismo reduce (no sabemos si definitiva o temporalmente) el centralismo estalinista liberando recursos materiales y poder gerencial para que la distribución se haga más a nivel local y de empresas. Intentan así estimular la productividad, sin embargo, al no ceder la propiedad sobre los medios de producción, lo que están fomentando es una clase gerencial cortoplacista y un entramado corrupto que acelerará la descapitalización del sistema, como mismo las larvas aceleran la descomposición de un cadáver.

El castrismo es un edificio levantado sobre un error de diseño —el socialismo—, no solo siguiendo instrucciones equivocadas —las marxistas— con las peores herramientas —las estalinistas— sino que, además, el maestro de obras —Fidel Castro— antes de obtener el cargo decía que él no era constructor (“No he sido nunca ni soy comunista”, 1958), para luego comenzar poniendo falsos cimientos: “El pueblo de Cuba sabe que el Gobierno revolucionario no es comunista” (1959).

Mientras el mañana implique habitar ese edificio mal cimentado que se intenta apuntalar con reformas parciales, lo mejor que puede hacerse es huir (emigrar) antes de terminar aplastado por un pedazo de cornisa o un balcón. Cuba necesita nuevos fundamentos, pero para abrir el suelo y fundir los pilares del futuro hay que demoler las ruinas de esa obra que comenzó entre sangre y aplausos, y entre sangre y lágrimas se niega a bajar el telón.

Fuente: Por Rafaela Cruz, diariodecuba.com

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