También en dictadura se puede amar y ser feliz

Por Orlando Luis Pardo Lazo, diariodecuba.com

Ha muerto un icono del castrismo. Pablo Milanés pertenece ahora a la historia. Que en paz descanse su alma de cubano contemporáneo. Gracias por permitirnos ser tus excepcionales testigos. Prometemos contarle de ti a los cubanos que vendrán, con amor.

La obrísima musical de Pablo Milanés, tras su fallecimiento en el exilio europeo, inevitablemente comienza otra vez a reactualizarse, sobre todo en esa plaza cívica instantánea que es internet. Es decir, aquí.

Cuánto ganó, cuánto perdió. Qué cantó y qué no cantó, a quién cantó y a quién no. También, como adjunto a sus partituras y su voz de bayamés bonachón, vuelven sus antológicos selfies con el tirano, que hoy forman parte de la arqueología emocional de una tiranía que a ratos iluminó y a ratos hizo insufribles nuestros días.

Ante el luto de ser los desaparecidos de la Utopía cubana, las víctimas sin voz del paraíso del proletariado, igual siempre hay que apostar por la luz y la compasión. Somos mejores que nuestros verdugos y hemos sabido renacer a una vida en la verdad, libres y buenos en medio de los serviles y viles. El totalitarismo es impotente ante nuestra ternura.

Calidades y originalidades apartes —Pablo Milanés fue un genio de nuestra cancionística nacional de todas las épocas—, su ausencia nos impacta desde otro lugar que no pasa necesariamente por la razón. Basta con reconocerlo. El futuro de los cubanos libres sin Cuba no puede empezar con un gesto de negación.

Porque Pablo nos duele, nos aprieta el corazón. Un tanto patética y provincianamente, es cierto, pero qué le vamos a hacer. Somos así, mitad sentimentales y mitad sabios. Y sentimos en Pablito a un compañero existencial que hemos extraviado y cuya pérdida —todos lo sabemos, sabiéndolo o no—, será irrecuperable por el resto de nuestras biografías.

Pablo Milanés brilló con brillo propio. Y también con el brillo secuestrado a miles y miles de cubanos que pudieron ser tan creativos y cariñosos como él, pero que terminaron psíquica y físicamente demolidos por la dictadura de Fidel y Raúl Castro.

 Pablo Milanés conoció de cerca a esos cubanos que no cupieron en la Nueva Trova, sino que fueron forzados a ser militantes del odio hasta el día de hoy (si es que sobrevivieron a los militares de verde olivo). Y, durante décadas, delicadamente se lo calló.

Habiendo sido él mismo uno de ellos al inicio de su carrera, Pablo acaso consideró que su triunfo sería su mejor venganza contra los brutos y abusadores que nos impusieron la barbarie disfrazada de ideología. 

Con el tiempo, el que todo lo aplaca, Pablo Milanés comenzó a tomar una discreta distancia de la elite anquilosada en el poder de La Habana. Llegamos juntos al siglo XXI. Comenzamos a extrañarnos entre cubanos. Hasta que el lunes pasado, al morir lejos de casa —como moriremos tú y yo—, el cantautor ya había roto retóricamente con la Revolución, desde la perspectiva apacible del profeta que opina que la revolución ha sido traicionada por los propios revolucionarios.

Pobre del cantor y bien.

Sería un error del alma humana dejar los restos de Pablo Milanés en las manos de los represores locales, aliados o renegados con él en vida. Sería un error de estrategia política poner su legado entre los íconos de la izquierda internacional. Y sería un error de lesa cubanidad renunciar a querer en comunión a un cubano que, sí, fue capaz de amar y ser feliz en pleno totalitarismo insular.

Como fuimos capaces tú y yo, hasta que ya no lo fuimos más.

Y fue precisamente por eso que nos fuimos, ¿recuerdas? Huimos del horror porque todavía podíamos amar y ser felices en la cárcel castrista a cielo abierto en que convirtieron a Cuba. Y porque, desde ese amor y esa felicidad bajo vigilancia, todavía pudimos tomar la decisión soberana de partir de la Isla para amar y ser felices en cualquier otro punto solitario del planeta.

Aquí estamos todavía. Juntos. Conectados desde la distancia. Inconsolables, pero nunca irreconciliables. Sin Pablo Milanés.

No es necesario hacer del luto otra causa de combate, ni que nuestra inmemorial ira inunde nuestra memoria del cantautor. Si pudimos enamorarnos y sentir felicidad en la Isla bajo las mentiras y violencias de la junta militar, no tiene sentido negarlo ahora en la democracia interior en que cada cubano puede realizarse a sí mismo.

Pablo Milanés nos pertenece al pueblo cubano. Es un tesoro y un testimonio a perpetuidad de lo que pasamos. La Revolución se está quedando hasta sin sus muertos. Además, la muerte es un lugar muy desolado. No abandonemos allí a Pablito, por favor.

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